En aquella sala de urgencias de hospital la gente se apelotonaba de forma ordenada mientras los últimos rayos de sol se desvanecían sobre el alicatado reciente del piso. Las ambulancias llegaban cada media hora dejando directamente a los pacientes en la sala desde la calle, ni un recibimiento, solo resiliencia. El cercano acento valenciano se entremezclaba de vez en cuando con alguna que otra traducción en inglés. No sabría calcular el tiempo que permanecimos allí, caminando descalzo, si a aquello se le podía llamar caminar, hacia el diminuto aseo y de vuelta a mi asiento. Entre todas aquellas personas que afloraban sentimientos muy profundos.
Ya en la cena, con mi cuerpo repleto de pastillas y la mente bastante más relajada de lo que lo había estado durante la tarde, no podía dejar de mirar a aquella pareja sentada al fondo de la mesa lanzándose el uno al otro miradas cómplices mientras los platos de la degustación se sucedían a cual más interesante. Ni el humo que salía del cigarrillo que fumaba Eva conseguía perturbarme. Fue entonces cuando me di cuenta de que habíamos pasado el día juntos. Al llegar al último plato, un arroz meloso que resultó delicioso, lo tuve claro, lo que debería haber sido una de las mejores tardes del verano, se convirtió en la mejor cena del verano en la Vila Joiosa.
Luego una vez entrada la noche, en la gasolinera del desdoble de la nacional a la salida de la localidad, se sentía auténtica paz.
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